Había una vez una cabañita en el bosque en la que habitaba una familia de osos: Papá oso, que era enorme y fortachón, mamá osa, que era tierna y amorosa, y el pequeñín de la casa, bebé oso. Vivían en armonía en su humilde pero hermosa cabaña y eran muy felices.
Todas la mañanas, nada más levantarse, mamá osa hacía con cariño el desayuno. Preparaba tres tazas de avena con leche y miel: una pequeña para bebé oso, una mediana para ella y una grande para papá oso. Dejaban la deliciosa avena hinchándose de leche y miel mientras salían a dar un tranquilo paseo por el bosque, para disfrutar del aire puro y abrir el apetito.
En el otro extremo del bosque, en en pequeño claro, había otra casa, en la que vivía una preciosa niña. La pequeña poseía un hermoso cabello rubio y rizado, por lo que todo el mundo la conocía como Ricitos de Oro.
A menudo su mamá la enviaba en busca de leña para el hogar. Ella siempre se distraía recogiendo flores y admirando a los animalitos que iba encontrando en sus paseos. Pero aquel día en concreto Ricitos de Oro se alejó mucho más de lo habitual y llegó un momento en el que ya no era capaz de encontrar el camino de regreso a su casa. Desorientada, se fue alejando cada vez más de su hogar. Y, caminando caminando, acabó, sin saber cómo, delante de la cabaña de los tres osos.
– ¡Pero qué cabaña más bonita! – dijo la niña mientras observaba la coqueta casita.
Movida por la necesidad de que alguien la ayudara a volver a su casa y por la curiosidad, llamó a la puerta. Pero, nada más empujarla con su pequeño puño cerrado, ésta cedió, abriéndose de par en par.
Ricitos de Oro miró sorprendida a su alrededor y, como estaba muy cansada tras la larga caminata, se fijó en los tres sillones que descansaban en la salita. Había uno enorme, que era el de papá oso. Se sentó en él, pero le pareció demasiado duro y no le gustó. Así que se dejó caer en el mediano que estaba al lado, que era el de mamá osa. Pero le pareció demasiado blando y tampoco le gustó. Por último probó el más pequeño, el de bebé oso. Era una bonita mecedora y, aunque era de su talla, la niña no fue nada cuidadosa. Empezó a balancearse con fuerza y terminó por romperla.
Asustada por el ruido que había provocado salió de allí rápidamente, mirando alarmada a su alrededor. Pero nadie apareció alertado por el golpe, así que se relajó y continuó con su exploración de la casita.
Al volver a entrar notó el dulce olor que provenía de la cocina. Encima de la mesa descubrió los tres tazones que, con tanto cariño, había preparado mamá osa. La caminata le había abierto el apetito y la avena olía realmente deliciosa. Así que empezó a comer. Primero probó un poco del tazón más grande, el de papá oso. Pero le pareció que estaba demasiado caliente. Así que decidió tomar un poco del segundo tazón, el mediano, el de mamá osa. Pero le pareció que estaba demasiado frío. Por último tomó una cucharada de la taza pequeña que estaba en último lugar, la de bebé oso. ¡Estaba deliciosa! Su sabor era dulce y la temperatura era la perfecta, así que, sin casi darse cuenta, se la comió hasta la última gota.
Nada más acabarse la comida de bebé oso a Ricitos de Oro se le empezaron a cerrar los ojos de cansancio. Buscando donde descansar un rato descubrió las tres camas en las que dormía la familia de ositos. Primero intentó subir a la cama grande, la de papá oso, para echar una siestecita. Pero era demasiado alta y no fue capaz de encaramarse a ella. Decidió que lo intentaría con la mediana, la de mamá osa, pero le pareció que era demasiado blanda y que se hundía en ella. Allí no podría descansar. Por último probó la pequeña camita de bebé oso, que era justo de su tamaño, y antes de darse cuenta ya se había dormido.
Al cabo de un rato los tres osos regresaron de su acostumbrada caminata por el bosque. Nada más llegar, notaron extrañados que la puerta de la entrada se encontraba abierta. Entraron, con mucho cuidado, y observaron la salita.
– ¡Alguien se ha sentado en mi sillón! – rugió papá oso.
– ¡Y en el mío! – dijo mamá osa.
– Pues alguien se ha sentado en mi mecedora y la ha roto… – lloró bebé oso.
Alarmados continuaron paseando por la casa y llegaron a la cocina.
– ¡Alguien ha probado mi avena! – rugió papá oso al ver la cuchara dentro del enorme tazón.
– ¡Y el mío! – dijo mamá osa arrugando el morro con disgusto.
– Pues alguien ha probado mi avena, le ha gustado y se la ha comido toda… – lloró bebé oso.
Realmente enfadados los osos se dirigieron a la última de sus habitaciones, al dormitorio.
– ¡Alguien ha movido mi cama! – rugió papá oso al ver la colcha movida.
– ¡Y la mía! – dijo mamá osa.
Bebé oso dió un respingo al acercarse a su camita. Sentada en ella, con los ojos muy abiertos, se encontraba Ricitos de Oro, que se había despertado con los rugidos de los osos.
– Pues alguien ha dormido en mi cama… deshaciéndola toda. ¡Y todavía sigue aquí! – dijo el osito intentando agarrar a la niña.
Ricitos de Oro, aterrorizada, bajó de un salto de la cama y salió corriendo de la casa. Corrió y corrió por el bosque. No paró hasta encontrar su casa y desde aquel día la niña nunca volvió a alejarse tanto.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.