Alí Baba y los 40 ladrones

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Esta es la historia de los líos en los que se metió Alí Baba por culpa de su avaricioso hermano Casim, y de como Zulema, su astuta sirvienta, consiguió evitarle males mayores…

Cierto día Alí Babá iba con su asno por el bosque, en busca de leña, cuando vio a unos bandidos que con unos sacos en las manos se encontraban parados delante de una gran roca. Interesado por la escena se paró a mirar y al hacerlo escuchó como el jefe de los ladrones decía:

—¡Abrete sésamo! – y, mágicamente, apareció una gran grieta en la roca que les permitió pasar.

—¡Qué interesante! – pensó Alí Babá.

Y se quedó allí esperando a ver qué pasaba, pues era muy curioso. Cuando los bandidos salieron sin los sacos Alí Babá no se lo pensó dos veces, se puso delante de la roca, y gritó:

—¡Abrete sésamo! — La roca se abrió y entró en la cueva, que era inmensa. Y ¿qué creéis que vio? ¡Pues un tesoro enorme que ocupaba casi la totalidad de la gran cueva!

Alí Babá se quedó patidifuso y durante un buen rato no fue capaz ni de pestañear. Por fin reaccionó, fue a por su asno, vació las alforjas de la leña que había recogido, volvió a la cueva con él y pronunció las palabras mágicas:

—¡Abrete sésamo!- La grieta de la roca se abrió y, sin perder ni un minuto, Alí cargó el burro con las monedas de oro que fue sacando de distintos sacos, para que los ladrones no lo echasen el falta, y se fue a su casa más contento que unas Pascuas.

—¡Mira lo que te traigo, esposa, somos ricos! – dijo al llegar a su hogar.

—¡Qué bien! – exclamó la mujer al ver la enorme cantidad de riquezas que su marido traía. – Enviaré a nuestra sirvienta, Zulema, a casa de tu hermano Casim a por una medida, para repartirlo equitativamente entre todos nuestros hijos.

El hermano de Alí Babá, Casim, era un mercader que se había hecho muy rico con la venta de especias y maderas exóticas. Pero Casim era una persona envidiosa, egoísta y avariciosa. Nunca se sentía feliz con lo que tenía. Siempre le parecía que lo del vecino era mejor que lo suyo. 

A pesar de que su hermano Alí nunca se haría rico con su comercio de vinos y aceites Casim lo miraba con una mezcla de envidia desdeñosa, por su maravillosa filosofía de «mañana será otro día» y el despreocupado conformismo con su suerte, que les daba una felicidad tranquila a él y a su familia. 

Así que al pedirle Zulema una medida no pudo evitar sentir curiosidad. Quería saber qué era lo que el fracasado de su hermano tenía, así que untó el fondo del utensilio con miel, pensando que así se quedaría pegado en el fondo el grano que, suponía, iba a medir. 

Cual no sería su sorpresa al encontrar una moneda de oro pegada, y no cebada o arroz.

Casim se sintió estafado, ¿Cuánto oro tendría su hermano que en vez de contarlo lo medía?. ¡No podía consentirlo!, el tenía que ser el más rico y no paró hasta conseguir que Alí le contase el secreto de la roca. Y, aunque le hizo prometer que tendría mucho cuidado y que no sería avaricioso, una vez lejos de su hermano se olvidó de todas sus promesas.

Cogió diez mulos y se fue corriendo a la cueva, se colocó delante de la roca, y dijo con voz firme: 

—¡Abrete sésamo!- La roca, tal como le había dicho su hermano Alí, se abrió. Una vez en el interior de la cueva cargó los mulos, vaciando un saco tras otro, y se fue a su casa. 

A pesar de que había cogido una cantidad enorme de oro Casim no se sentía satisfecho, así que decidió hacer otro viaje al día siguiente. Su esposa le suplicó que no fuese tan avaricioso, pues creía que nada bueno saldría de ello: 

—La avaricia rompe el saco, Casim — le advirtió. 

En esto los ladrones habían vuelto a su cueva y, al ver los sacos vacíos y las huellas de los mulos, se enfadaron muchísimo al descubrir que les habían robado. Decidieron tenderle una trampa al ladrón, convencidos de que volvería. De modo que se escondieron, esperando agarrarlo con las manos en la masa. 

Al volver Casim, a la mañana siguiente, esta vez con veinte mulos, fue sorprendido por los ladrones, que lo mataron en el acto. 

Al anochecer, la mujer de Casim, preocupada por que su esposo aún no había regresado, fue a ver a su cuñado. Alí se temía lo peor, y no pudo ofrecerle mucho consuelo. Cogió su asno y acudió a la cueva a investigar. 

Al llegar al pie de la roca descubrió el cuerpo sin vida de su hermano. Con gran dolor de su corazón lo recogió de donde lo habían dejado los ladrones, colocándolo con mucho cuidado en su asno.

Luego de enterrar a su difunto hermano, Alí convocó a toda su familia:

—A partir de ahora hemos de tener mucho cuidado. Cuando los ladrones descubran que nos hemos llevado el cuerpo de Casim no pararán hasta encontrarnos y matarnos a todos.

Tenía toda la razón. El jefe de los ladrones, al descubrir que otro intruso conocía el secreto de la cueva y se había llevado el cadáver, había ordenado a sus compinches que averiguasen qué familias habían enterrado a uno de los suyos en esa semana.  Solo habían dos, una vieja viuda muy apreciada, y el mercader Casim, que solo fue llorado por su viuda y la familia de su hermano Alí. 

Como estaba claro quienes les habían robado, marcaron la puerta de la casa de Alí con una cruz, pensando en asaltarla esa noche como venganza. Pero Zulema, la sirvienta, vio la cruz e imaginándose que nada bueno significaba cogió una tiza y marcó todas las puertas del barrio con la misma señal.

Luego avisó a su amo y entre todos montaron guardia para ver qué era lo que ocurría. Al anochecer oyeron a un gran grupo desplegado por la calle, andando de puerta en puerta y varias voces que exclamaban:

—¡Encontré la señal! 

—¡Aquí hay una señal!

—¡Está aquí! 

—¡Marchémonos! – exclamó el capitán- ¡Hemos sido burlados!, pero esto no quedará así…

El tiempo fue pasando y Alí Babá y su familia, que llevaban tranquilos varias semanas, pensaron que los ladrones se habían olvidado de ellos. 

Un día llegó al pueblo un mercader, que decía ser amigo de Casim, para traer 45 vasijas de aceite aromático que éste le había comprado. Las descargó en el patio y Alí Babá le invitó a cenar, para permitirle recuperarse de su viaje. 

Al oscurecer Zulema se dió cuenta de que andaban faltos de aceite para las lámparas, y no vio mal alguno en coger un poco de las vasijas del patio. Al intentar abrir una, oyó una voz que decía:

—¿Es ya la hora?

—No, aún no ha sonado la señal, mantente alerta. – respondió Zulema con mucha astucia.

Fue llamando a las vasijas, una a una, y marcando aquellas que contenían un ladrón en su interior. Descubrió que solo habían 6 llenas de aceite y 39 con un bandido dentro.  Una vez hubo llenado las lámparas volvió a la cocina donde se puso a pensar cómo podían salvarse sin que el jefe de los ladrones, disfrazado de mercader, sospechase algo y cogiese desprevenido a su amo.

—Para estar dentro de la vasija sin ahogarse debe de haber algún agujero- le dijo a la viuda de Casim- lo más fácil sería haberlo hecho en la tapa, que es de madera.

—¡Lo comprobaré! – contestó ella.

Mientras, Zulema, con la ayuda de los demás sirvientes de la casa, puso a calentar el aceite de las seis vasijas. Cuando estuvo hirviendo lo echaron por los agujeros que la mujer de Casim había encontrado en las tapas, escaldando a los ladrones. 

Cuando creyó que todos en la casa dormían, el jefe de los ladrones bajó al patio, para sacar a sus hombres de dentro de las vasijas. Pero los encontró a todos con horribles quemaduras, ¡muertos! 

Lleno de rabia y decidido a matarlos a todos con sus manos desnudas volvió a la casa, donde se encontró rodeado por la gente de Alí Babá que, lejos de estar dormidos, habían estado vigilando todos los movimientos del rufián, al que prendieron y ataron.

A la mañana siguiente lo entregaron a la justicia.

Y, desde aquel día, las familias pudieron, de nuevo, vivir tranquilas y felices.

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