Pulgarcito

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Pulgarcito cuento clásico - Perrault

Había una vez un leñador que vivía en lo más profundo de un frondoso bosque. Sentado junto al hogar de su humilde casita, con su mujer hilando a su lado, se lamentaba de lo triste que se sentía por no tener hijos.

– Si tuviera al menos un hijo, aunque fuese pequeño como un pulgar, me sentiría satisfecho. – Le decía a su mujer, mientras ésta asentía con pena, pues ella tenía el mismo pesar.

Y, como por arte de magia, a los siete meses de esta conversación, la mujer tuvo un hijo que, como su padre había pedido, era tan pequeño como su dedo pulgar, por lo que decidieron llamarle Pulgarcito.

Pulgarcito era un niño amable, listo y muy trabajador. Siempre que podía ayudaba a su padre con las tareas, por duras que estas fueran. Una mañana en la que el Pulgarcito estaba en casa con su madre, decidió que él solito podía llevarle la comida a su padre, que se encontraba trabajando en el campo. Como no podía acarrear la cesta llena de alimentos su madre la colocó a lomos de su viejo caballo, poniendo al pequeño en la oreja del corcel. De ese modo podía ir dándole las instrucciones necesarias para conducirlo.

Mientras marchaba por los caminos se cruzó con unos titiriteros que se quedaron alucinados al oír una voz, que no sabían de dónde venía, que conducía con pericia al animal. Intrigados los siguieron, para descubrir que el que daba las instrucciones era un niño tan pequeño como un dedo. Nada más verlo se dieron cuenta del dineral que podían conseguir si exhibían al pequeño en su espectáculo. Así que se ofrecieron a comprárselo a su padre por una buena cantidad.

El padre, escandalizado, les dijo que no vendería a su hijo ni por todo el oro del mundo. Pero el niño, sabedor de las penurias por las que sus padres estaban pasando, le convenció de que aceptara, asegurándole que encontraría el modo de volver a su lado. A regañadientes el hombre aceptó y Pulgarcito se fue con ellos.

Tal como le había prometido a su padre, en el primer descuido de los titiriteros, el niño saltó del carromato y se escondió en la madriguera de un conejo. Los hombres, furiosos, buscaron y buscaron como locos, pero no fueron capaces de dar con su paradero. Cuando se hubieron ido dedicó un buen rato a tratar de encontrar un sitio cómodo y seguro para pasar la noche, antes de poder volver a su casa. Finalmente acabó acurrucado en una cálida concha de caracol.

A la mañana siguiente le despertaron las voces de unos hombres que discutían el mejor modo de robar el dinero del cura de un pueblo cercano. Pulgarcito saliendo de su escondite les dijo:

– Yo, con mi pequeño tamaño, podría ayudaros fácilmente a llevar a cabo el robo. Me colaré en el edificio pasando por debajo de la puerta y, una vez dentro, me las ingeniaré para abriros. – Les dijo.

Y dicho y hecho se presentaron en el pueblo, entrada la noche, y llevaron a cabo el plan que el niño había ideado. Pero cuando los ladrones ya estaban en el interior de la casa, Pulgarcito, en vez de ayudarles sigilosamente a robar el dinero, se puso a gritar todo lo alto que podía:

– ¡Socorro, socorro, están robando el dinero de la iglesia!

Tanto follón montó que al final el ama de llaves acabó por asomarse a ver qué pasaba. Al descubrir a los ladrones ésta también comenzó a chillar. Viendo el lío que se estaba organizando y que no iban a poder robar lo que se habían propuesto, los ladrones terminaron por salir corriendo del lugar.

Cuando todo se hubo calmado el niño se dispuso a dormir calentito en un buen montón de heno, junto a las vacas, pensando en que saldría hacia su casa antes de que los animales se despertaran para tomar su desayuno. Pero la mala suerte quiso que una vaca despistada decidiera tomar un bocado a media noche, comiéndose, junto con el heno, al pequeño. 

Pulgarcito, asustado, comenzó a gritar pidiendo auxilio. Gritó y gritó hasta que, a la mañana siguiente, el cura, que se había acercado a saludar a sus animales le escuchó. Aterrorizado pensó que lo que estaba escuchando era un mal espíritu que se había colado en el interior del animal, así que decidió sacrificarla y tirarla bien lejos de su casa. Pero el animal no murió en vano. Una manada de lobos hambrientos que solía vagar por aquellos lares la encontró y dió buena cuenta de ella. De modo que Pulgarcito se encontró de nuevo en un estómago, esta vez en el de un lobo.

Tras pensar largo rato se le ocurrió un ingenioso plan para conseguir salvarse de aquella situación. Con voz melosa consiguió convencer al lobo de que debía llevarlo a su casa en medio del bosque, en donde podría comerse a sus padres y los animales que éstos tuvieran. El lobo, que seguía teniendo mucha hambre accedió. 

En cuanto hubieron llegado a la casa, el niño se puso a gritar con fuerza, alertando de ese modo a sus padres, que mataron al lobo y consiguieron salvar a su querido niño. Éstos, una vez repuestos del susto, le aseguraron a Pulgarcito que nunca más volverían a venderlo y que siempre estarían juntos, cuidando los unos de los otros. Y Pulgarcito asintió, feliz.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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