Era el último día del año, esta niña de rizos amarillos vendía en la calle una caja de fósforos y se encontraba con mucho frío. Estaba descalza, los zapatos, que era de su madre y le quedaba grande a la niña, los perdió cuando escapa de dos autos que venían a toda velocidad y cuando un muchacho lo había agarrado como cuna para el día que tuviese hijos. No había podido vender nada, si regresaba a casa su padre le pegaría al ver que no tenía ni un centavo por las ventas. Aunque tuviera bajo un techo, igual sentiría el frio pasaría como si nada por la cobija y las rendijas de las paredes que trataron de cubrir con varios paños.
Se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo en un ángulo que formaban dos casas, una más saliente que la otra, encogía los pies todo lo posible para entrar en calor pero el frío era mucho mayor. Sus manos estaban congeladas, se le ocurrió la idea de encender un fósforo pero tenía miedo de que luego la regañaran. Olvidó esa idea: Su supervivencia era lo primero. Sacó la cerilla y lo frotó contra la pared, ¡cómo brillaba y quemaba! La llama se transformó en una especie de luz hermosa y la niña se vio de repente sentada junto a una estufa de hierro, con pies y campana de latón. El fuego ardía fuertemente en su interior y le calentaba muy bien, cuando estiró los pies para entrar en calor la llama se extinguió. Adiós a la estufa, ella se quedó sentada con el resto de la cerilla consumida en la mano.
Decidió sacar otro y encenderlo, este proyectó una luz sobre la pared y esta se volvió transparente. La rubia observó el interior de la habitación donde se encontraba la mesa puesta, cubierta con un mantel blanco y fina porcelana. Encima, un pato asado humeaba y estaba relleno de ciruelas y manzanas; el pato saltó de repente y se dirigió donde la niña pero entonces el fósforo se apagó.
Con la tercera cerilla, vio un hermoso árbol de navidad en cuyas ramas colgaban unas estampadas pintas. Levantó los dos bracitos para alcanzarlo pero se apagó una vez más el fósforo.
Todas las luces se remontaron en lo alto y notó que eran las estrellas del cielo, una de estas se desprendió y trazó el firmamento. “Alguien está muriendo”, pensó recordando las palabras de su abuela: “Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios”.
Frotó un nuevo fósforo y el espacio se iluminó de inmediato, apareciendo la anciana abuelita, radiante y cariñosa. La niña se emociona al verla y le suplica que la lleve con ella porque sabe que se irá cuando se apague el fósforo, que desaparecerá como lo hizo la estufa, el pavo y el árbol de Navidad. Comenzó a encender todas las cerillas que le quedaban para no perder a su abuela y estos brillaron con luz mucho más clara. La abuela tomó a la niña en el brazo y ambas envueltas en un resplandor emprendieron un vuelo hacia las alturas. Ya ella no sentía frío, hambre o miedo. Estaban juntas en la mansión de Dios.
La primera mañana de Año Nuevo se descubrió en la fría madrugada a la rubia roja de las mejillas y sonriendo: Había muerto del frío la noche pasada. Cuando la gente vio la caja de fósforos casi consumido, pensaron que quiso calentarse… Nadie supo de las maravillas que había visto ni el esplendor en que había subido con su abuelita en la víspera del Año Nuevo.