La Cenicienta

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Videocuento El pais de las Letras

Cuentos Disney

Érase una vez una joven que, además de ser dulce y bondadosa, poseía una extraordinaria belleza. Su padre, que la quería con locura, era también un hombre muy bueno. Poseía una considerable fortuna que había sabido hacer crecer cada año, gracias a su trabajo diario y su buena cabeza. Tenían una vida en la que no les faltaba de nada, pero su felicidad no era completa. Tenían un gran pesar en su corazón ya que cuando la niña era muy pequeña su madre enfermó por unas fuertes fiebres y finalmente murió.

El padre sentía desde entonces una profunda tristeza y echaba terriblemente de menos a su mujer. Pero sabía que su niña, que se pasaba los días llamando a su esposa fallecida, necesitaba una madre que la cuidara y enseñara. La situación llegó a un punto en el que el hombre decidió que, por grande que fuera su pena, debía volver a casarse.

Hacía ya tiempo que su hermana le había hablado de una joven viuda que tenía dos hijas. Ellas necesitaban un hogar y el padre pensó que el hecho de tener dos hermanas animaría y haría feliz a su hija. Así que se decidió y acabó por casarse de nuevo.

Los primeros meses transcurrieron con tranquilidad. Todo era un poco raro para la niña y su padre. Pero supusieron que era porque tenían que ir acostumbrándose poco a poco a la nueva situación.

Un buen día el padre les anunció que debía partir por un tema de negocios. Estaría fuera todo un mes. Debía realizar un largo viaje en barco. Era invierno y las condiciones no eran las mejores para viajar, pero el negocio era urgente y no tenía más remedio que partir de inmediato.

Nada más irse las cosas comenzaron a cambiar para su hija. Su madrastra ya no era simpática con ella. Y sus dos hermanastras la trataban con altanería y desprecio. La verdad es que tenían una envidia terrible de la adorable niña. Creían que era demasiado bonita, demasiado bondadosa… demasiado perfecta. La niña se daba cuenta e intentaba agradarlas. Pero cuanto mejor las trataba, más rencor sentían ellas y más desprecio le mostraban.

Una mañana despertaron con el ruido de unos urgentes golpes en la puerta de entrada. Era un correo. La noticia que les traía era terrible. El barco en el que viajaba su padre se había hundido en una gran tormenta, sepultando bajo el mar a todos sus ocupantes.

La pena de la niña no tenía consuelo. Y, por si esto fuera poco, nada más conocer la noticia tanto su madrastra como sus dos hermanastras mostraron su verdadera cara. La subieron a su habitación y, mostrándole todo lo que había a su alrededor, la malvada madrastra le dijo:

– A partir de ahora todo esto deja de ser tuyo. Mis hijas se trasladarán a este cuarto y daré orden para que les arreglen tus vestidos. Desde este momento trabajarás para nosotras y dormirás en la cocina. De ese modo estarás en disposición de atendernos con mayor rapidez cuando te pidamos algo.

Y diciendo esto le lanzó un viejo vestido a las manos.

– Toma, ponte esto. El vestido que llevas no es el adecuado para tus nuevas tareas.

La pobre niña, bajó corriendo a la cocina  donde, sentada en el borde de la chimenea, comenzó a llorar con amargura. Sus hermanas, que la habían seguido, comenzaron a burlarse de ella.

– Mírala, con esos andrajos ya no parece tan perfecta. Además, los ha llenado de ceniza sentándose ahí. – dijo una de ellas.

– Sí, viéndola así me parece que, a partir de ahora, deberíamos llamarla Cenicienta. – repuso la otra.

Y riendo encantadas se alejaron dejando sola a la pobre niña.

Los años fueron pasando y Cenicienta creció y se convirtió en una joven de excepcional belleza. A pesar de ello pasaba totalmente desapercibida pues sus ropas siempre estaban viejas y llenas de polvo y cenizas, debido a las tareas que día tras día le obligaban a realizar sus hermanas y su madre.

Una mañana, mientras barría la casa, escuchó por casualidad a sus hermanas que charlaban animadamente sobre el baile que el príncipe había organizado. Era un baile muy especial puesto que todo el mundo estaba invitado, cualquiera podía asistir. Cenicienta se sintió terriblemente feliz. ¡Un baile!, ¡y ella podía asistir!. Contagiada de la alegría de sus hermanas se acercó a hablar con ellas. Pero en cuanto las desdeñosas jóvenes escucharon las intenciones de Cenicienta comenzaron a reírse de ella.

– ¿Pero tú te has visto bien? – le dijo una de ellas con voz burlona.

– ¿A dónde vas a ir tú con esas pintas y esos andrajos? – intervino la otra.

En esos momentos la madre entró en la sala. Sus hijas, entre risas, le contaron las imposibles intenciones de Cenicienta de acudir al baile.

– Bueno hijas mías – dijo la madre poniendo orden en el alboroto que se había organizado.- Si el príncipe opina que cualquiera puede ir a su baile, ¿quienes somos nosotras para contradecirle? Por supuesto que Cenicienta puede acudir…. Siempre que termine sus tareas de limpieza de la casa, la colada, la limpieza del granero y la atención de los animales.- Concluyó la astuta mujer.

Cenicienta, cabizbaja y conteniendo las lágrimas, salió de la habitación. ¿Que significaba aquello sino que no podría acudir?. Le llevaría varios días realizar todas aquellas tareas y el baile era al día siguiente. Subió corriendo al pequeño cuarto que hacía ya unos años le dejaban ocupar y, una vez allí, se tiró en la cama llorando con amargura.

De repente, una brillante luz inundó la habitación. Cenicienta se sentó en la cama observando con asombro. La luz fue disipándose poco a poco y, en el centro de la habitación se encontró con una mujer que le sonreía bondadosa.

No llores más Cenicienta. Soy tu hada madrina y estoy aquí para ayudarte.- le dijo.

– Mañana, cuando te levantes, todas tus tareas estarán realizadas. Y, cuando caiga el día, vendré para ayudarte a prepararte para el baile.

Y dicho esto desapareció envuelta en la misma luz brillante que la había traído.

A la mañana siguiente Cenicienta se levantó encantada. Iba a ser un gran día. Bajó de su habitación y recorrió toda la casa. Como le había dicho su hada madrina todas las tareas estaban acabadas. No cabía en sí de gozo.

Pero la felicidad no le duró demasiado. Cuando la malvada madrastra vió que las tareas estaban realizadas se sintió profundamente contrariada. Ella no quería que su hijastra fuera. Por eso le había encomendado tantas tareas. No quería que la belleza que sabía que poseía la niña hiciera sombra a sus hijas. Rápidamente pensó en otro impedimento y… de repente se le ocurrió.

– Muy bien niña.-  Le dijo a Cenicienta.- Has cumplido con tus quehaceres y puedes acudir al baile. Pero no puedes presentarte ante el príncipe con esas pintas. Busca en tu armario algo apropiado y, si lo encuentras, podrás acompañarnos.

La niña volvió de nuevo a su cuarto hecha un mar de lágrimas. Su nueva madre le había quitado todos sus vestidos cuando su padre murió, así que no tenía nada que pudiera llevar a tal celebración. Lo único que pudo hacer fue ayudar a sus hermanas y a su madre a vestirse y acicalarse, y ver cómo se alejaba el carruaje cuando se fueron hacia la fiesta.

Nada más desaparecer de su vista la última de las ruedas volvió a envolverle la brillante luz que había visto la noche anterior. Y, ante ella, de nuevo encontró a su hada madrina.

– Ya estoy aquí niña, como te prometí ayer. Debemos darnos prisa o no llegarás a tiempo.

Con un ligero movimiento de su varita, convirtió los trapos sucios de Cenicienta en un hermoso vestido y cubrió sus pies con unos delicados zapatos de cristal. Con un segundo movimiento convirtió una calabaza que descansaba en el huerto cercano en un majestuoso carruaje. Y con un tercer y último movimiento seis pequeños ratoncillos que correteaban por allí se convirtieron en seis hermosos corceles blancos.

Cenicienta giró encantada, admirando sus lujosos ropajes.

– ¡Muchas gracias!.- exclamó.- ¡Es maravilloso!

El hada madrina le miró con cariño:

– Date prisa niña, no pierdas tiempo. El baile va a comenzar.- le dijo mientras la empujaba hacia la carroza.

Cuando la joven estuvo instalada el hada cerró la portezuela echando un último vistazo para comprobar que todo estuviera en orden. Estaba a punto de despedir a Cenicienta cuando, de repente, recordó algo: 

– ¡Casi lo olvido! Debes tener mucho cuidado, pues el hechizo dejará de funcionar a media noche. Deberás asegurarte de volver a casa antes de esa hora, pues cuando la última de las campanadas deje de sonar todo volverá a ser como al principio. Lo único que podrás conservar, como recuerdo de la noche, serán los zapatitos de cristal.

Y dándole un ligero beso la vio partir feliz.

Cuando Cenicienta llegó al palacio el baile justo había comenzado. Así que cuando apareció en lo alto de la ancha escalera que daba paso al salón de baile todo el mundo ya estaba allí congregado. Nada más aparecer la joven se hizo el silencio en toda la sala. Estaba tan deslumbrante que todo el mundo la tomó por alguien de la realeza. Incluso sus propias hermanas y su madrastra fueron incapaces de reconocerla.

El príncipe, absolutamente cautivado por su belleza, se acercó a la escalera a recibirla.

– Me harías el favor de dedicarme el primer baile.- le dijo al llegar ante ella, realizando una galante reverencia.

– Sería un honor alteza.-  respondió Cenicienta cogiendo al príncipe del brazo.

Después del primer baile, vino el segundo… y el tercero… La noche fue cayendo y entre bailes, conversaciones y risas los jóvenes fueron poco a poco enamorándose.

Tan feliz estaba Cenicienta que ni siquiera fue consciente de que el tiempo iba pasando. Cuando, de repente, comenzaron a sonar las campanadas. La niña, asustada, se dio cuenta de que el hechizo estaba a punto de romperse. Y, sin tener tiempo siquiera de despedirse salió corriendo. Tanta prisa llevaba que al subir al carruaje una de sus zapatillas de cristal resbaló de sus pies y quedó tendida en el camino.

El príncipe, sin tiempo para reaccionar, tan sólo fue capaz de ver cómo su amada se perdía en la lejanía. Apesadumbrado bajó la vista descubriendo, con asombro, que la joven había perdido uno de sus zapatos en su apresurada huida. Aquella delicada zapatilla parecía hecha a medida. Rápidamente comenzó a pensar:

– Ya lo tengo. Recorreré mis tierras con este zapato y buscaré a quien lo ha perdido. Y cuando la encuentre la convertiré en mi esposa.

Se mandaron emisarios a todos los rincones del reino avisando a las jóvenes de que debían estar preparadas para la visita del príncipe, que iría probándoles el zapato de cristal, una a una, hasta dar con aquella a la que le quedara perfecto. Y que esa mujer se convertiría en su esposa.

Pueblo tras pueblo, casa tras casa, el príncipe fue probando, pacientemente el diminuto zapato de cristal. Pero no había manera de que le quedara bien a nadie.

Tras varios días de viaje llegó a la casa en la que Cenicienta vivía con su madrastra y sus hermanastras. El príncipe intentó en vano colocar la zapatilla de cristal en los enormes pies de sus hermanas. Cansado se volvió para marcharse cuando uno de sus consejeros le dijo:

– Alteza, en los registros pone que aquí vive otra joven.

– ¿Es eso cierto?.- dijo el príncipe mirando con enfado a la mujer.- Dejé claro en mi edicto que todas las muchachas debían probarse el zapato. ¿Dónde se encuentra esa joven?

– Veréis alteza. No quería disgustaros.- dijo la madre con voz melosa.- Es que se trata tan sólo de nuestra criada, que ni siquiera acudió al baile. No creí que fuera necesario que ella estuviera aquí.

– Yo decidiré lo que debe hacerse. He dicho que todas las jóvenes deben probarse el zapato y así será.- Dijo alzando la voz.- Traed a la muchacha inmediatamente ante mi.

Al momento Cenicienta, que había estado viéndolo todo escondida en la casa, apareció ante el príncipe. Este, nada más verle, supo de inmediato que se encontraba ante la mujer que buscaba. Sin fijarse en sus ropas raídas y sucias, y sin dejar de mirarla a los ojos, la cogió de la mano y, con delicadeza se inclinó y le colocó el zapatito de cristal que, por supuesto, encajó como un guante el el delicado pie. Cenicienta sacó de su delantal, con sumo cuidado, el otro zapato, que guardaba como recuerdo de la maravillosa noche, y se lo colocó en el otro pie.

Los jóvenes, radiantes de felicidad por haber conseguido reunirse, partieron de inmediato hacia palacio, dejando a la malvada madrastra y a sus hijas con la boca abierta por la sorpresa de lo ocurrido.

Pocos días después se celebró la boda. La pareja vivió una vida larga y feliz y gobernaron con cariño y sabiduría hasta el fin de sus días.

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