La bruja Berta

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La bruja Berta cuento

 

Había una vez, una bruja que se llamaba Berta. Vivía en el bosque, en una casa que era muy especial. Pero, ¿por qué era tan especial aquella morada? pues veréis era muy peculiar por su color, porque era toda negra: negra por dentro y negra por fuera, los muebles eran negros, las sábanas y las cortinas también eran negras, incluso el baño era negro. No había ningún otro color en aquella casa.

Como buena bruja que era, Berta tenía por mascota un gato que, por supuesto, era negro y que se llamaba Bepo.

El lugar preferido de Bepo era el sofá. Y ésto era un gran problema la verdad. Cuando el gato tenía los ojos abiertos Berta podía verlo sin problema, pero en cuanto Bepo se dormía, y como todos sabéis los gatos duermen un montón, la bruja ya no podía verlo. Así que, a menudo, cuando Berta se iba a sentar en el sofá se le sentaba encima al gato y, claro, Bepo se ponía como loco y ¡se armaba una pelea tremenda!. En otras ocasiones Bepo elegía la mullida alfombra de la salita, la de al lado del fuego, para echarse una de sus siestecitas. Berta, que se movía de acá para allá todo el rato, cogiendo libros, cuencos e ingredientes para poder realizar sus pócimas, se lo encontraba en medio de su camino, tropezaba con él y… ¡otra vez se liaba un follón!

Un día, después de hacerse mucho daño en una de sus caídas, la bruja decidió que había que hacer algo con aquella situación. Tomó su varita mágica y… ¡pinquiti, pinquiti pam! convirtió a Bepo en un gato color verde.

Que alivio sintió Berta. Ahora ya podía ver a Bepo si dormía en el sofá, en la alfombra o en cualquier otra parte de la casa.

Unas semanas después, cuando la bruja salió al jardín en busca de unas hierbas frescas, se encontró con nuevos problemas. Dejó la puerta abierta, pues pensaba volver enseguida y, ¿a que no adivináis quién aprovechó la ocasión para darse un paseito por la esponjosa hierba? No había dado ni 10 pasos cuando tropezó con algo blando y calló al suelo todo lo larga que era. ¡Patapún!, sonó cuando golpeó con fuerza el suelo. Dolorida y aturdida empezó a mirar a su alrededor. ¿Con qué había tropezado? Hasta que Bepo no saltó a su regazo para lamerle no fue capaz de verlo. ¡No podía ser, ahora, estando fuera de casa, no podía verlo ni aunque tuviera los ojos abiertos!. Rápidamente tomó su varita y ¡pinquiti,pinquiti pam! cambió de nuevo el color del minino, que esta vez acabó con la cabeza azul, el cuerpo amarillo, la cola rosada y las patas violetas. Tan sólo sus ojos seguían siendo de su color habitual, o sea verdes. 

Berta estaba encantada. Podía ver a Bepo cuando estaba en el sofá y en la alfombra, en el suelo de la casa y en el jardín, podía verlo en todos lados. 

Pero Bepo no estaba precisamente contento. Se vio reflejado en el espejo de la bruja y  no se gustó en absoluto, ¡se veía muy raro!. Enfadado salió al jardín. Pero allí las cosas no fueron mucho mejor. Sus patas apenas habían tocado la hierba cuando a sus oídos llegaron las risas y burlas de los pájaros que revoloteaban por alrededor de la casa. Bepo no pudo aguantarlo más. Con unos ágiles saltos trepó al árbol más alto que encontró y, una vez allí, se acurrucó en una ancha rama, tapándose con las grandes hojas. Y allí se quedó el resto del día y de la noche.

Al principio Berta no le dio demasiada importancia. Pensó que pronto se le pasaría el enfado. Pero cuando a la mañana siguiente el gato seguía sin bajar del árbol empezó a preocuparse. Quería mucho a Bepo y no quería que fuera desgraciado por su culpa. Así que se acercó al árbol en el que se encontraba y… ¡pinquiti, pinquiti pam!, le devolvió a su color negro original. Bepo se miró la pata y se le iluminaron los verdes ojos. Ronroneando, encantado, bajó de la rama para reunirse con la bruja.

Pero claro, Berta seguía teniendo el mismo problema de siempre, tanto su casa y todo lo que en ella había, como su gato, continuaban siendo negros. Volvía a estar como al principio. Había que hacer algo que, de una vez por todas, pusiera solución a aquel problema. Y, tras pensarlo durante mucho, mucho rato, se le ocurrió una fantástica idea. Cogió su varita mágica, se remangó la túnica y… ¡pinquiti, pinquiti pam!, comenzó a cambiar los colores de todo lo que había en la casa: las paredes pasaron a ser amarillas, el techo rojo, la puerta verde, las sillas azules, el sofá naranja, las cortinas moradas y el baño lo dejó todo blanco, blanco. Siguió así durante largo rato hasta eliminar por completo el negro de su casa.  Ahora sí que podía ver a Bepo se pusiera donde se pusiese, incluso aunque éste tuviera los ojos cerrados. Bepo y Berta se miraron, miraron a su alrededor y sonrieron felices.

 

Y, colorín colorado, esta bonita historia se ha acabado.

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